Para transformar esta partitocracia en democracia hay que eliminar los artificios que dieron a los partidos, con su monopolio de la acción política, la administración permanente del Estado. El primer artificio prohibió elegir las representaciones por un método distinto del sistema proporcional de listas. Los partidos se aseguraron así no solo la exclusiva del Parlamento, sino una cuota en los poderes del Estado. El elector no elige diputados. Vota a uno de los partidos estatales, para que de las urnas salga la cuota que le debe corresponder en el poder ejecutivo, en el legislativo, en el judicial y en los consejos de administración de las empresas estatales.

El propio sistema hace superfluo el Parlamento. Bastaría una reunión de todos los jefes de partido en el despacho del Presidente del Gobierno, para acordar por consenso, o por cuotas, la legislatura, la jefatura de los jueces que han de aplicarla y los administradores de las empresas públicas. Se evitaría así no solo el gasto del presupuesto parlamentario, sino el ilegal espectáculo de una Cámara que, sin deliberar, se limita a registrar el voto imperativo (prohibido en la Constitución) dictado por cada jefe de partido.

Además, el artificio electoral ha privilegiado el voto en Cataluña, País Vasco y Galicia, donde los votantes obtienen más escaños de los que le corresponderían aritméticamente, si se computaran del mismo modo que en el resto de España. Esto ha causado el crecimiento de los nacionalismos y la presencia parlamentaria de los pequeños partidos separatistas. Los muñidores de la Transición sufren hoy las volteretas y revueltas del artefacto que pusieron en marcha como aprendices de brujo.

Las elecciones en una democracia representativa, bajo el sistema de candidaturas uninominales elegidas por mayoría absoluta, a doble vuelta y en circunscripciones pequeñas, deben cumplir los siguientes principios: 1. Similar numero de electores en cada circunscripción. 2. Similar número de votos para ser elegido diputado. 3. Mandato imperativo del electorado. 4. Revocabilidad de la diputación en caso de deslealtad al mandato.

Los dos primeros son evidentes. Los otros fueron destruidos por Burke y Sieyes. Y nadie los ha vuelto a legitimar, pese a su congruencia con la naturaleza del mandato representativo. Además, han desaparecido por completo las circunstancias objetivas e ideológicas que convirtieron a meros diputados locales en representantes de la Nación. De puras conveniencias tácticas, la Gran Revolución hizo axiomas. Ya es hora de devolver el sentido común a los principios originales de la democracia.