jueves, 4 de marzo de 2010

La ética política: Munar


Los gobiernos de coalición o la necesidad de engrasar determinadas bisagras para acceder al Ejecutivo, expresan de modo inmediato la idea de reparto de beneficios y privilegios entre una clase política creada con el método totalitario del consenso. Sin cautelas ni garantías constitucionales contra las corruptelas políticas, el pacto entre socios de gobierno, sin control por parte de otro poder separado, conduce invariablemente a un reparto proporcional del pastel de la corrupción. La costumbre de las coaliciones, propia de los pueblos dominados por el espíritu de hermandades y padrinazgos, ordena y vigila la corrupción disponible, organizándola en un sindicato de profesionales del trapicheo público. De esta manera, en las Islas Baleares, doña María Antonia Munar ha acreditado una fabulosa capacidad de aprovisionamiento, para sí misma y para familiares y amigos integrados en la Unión Mallorquina, o en esa peculiar manera (“sa nostra”) de enriquecerse a través de la política local, con licencias, comisiones y prebendas varias.

Tanto el PP, con Matas, como ahora el PSOE con Antich, han tenido que recurrir, a precio de oro, al servicio de apoyo gubernamental que siempre ha ofrecido la munificente Munar. Pero los días de pompa, lujo y esplendor urbanístico en la costa mallorquina tocan a su fin, con la delación efectuada por Miguel Nadal -ex lugarteniente de la influyente señora-, el cual no acababa de sentirse a gusto como cabeza de turco. Después de abandonar la presidencia del parlamento balear, la jefa de UM ha confesado actuar siempre de acuerdo con “la ética política” (del Régimen), es decir, con la acostumbrada inmoralidad de mentir sistemáticamente para desmentir la corrompida realidad oligárquica.

La obligación de decir la verdad en el campo político no proviene de los principios de la sociedad política ni de los postulados de la legitimación electoral, sino de la necesidad de poner de acuerdo la práctica cotidiana del poder con los valores dominantes en la vida civil, de hacer, en suma, coincidir la cualidad de ciudadano-elector con la de persona. La moralidad entra en la política por la necesidad de coherencia de la razón de mandar con la razón de obedecer, en una sociedad libre de temor. Sin esta coherencia o hegemonía moral -que sólo está al alcance de la democracia-, la práctica política queda reducida a una mezcla de coacción institucional, inercia burocrática y fomento del temor al vacío.


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