La huelga general del próximo 29 de septiembre es una expresión cuasi perfecta del corporativismo, esto es, de la actitud de un grupo de interés dirigido a hacer prevalecer sus intereses sobre los generales. Esta práctica, fundamento básico y último de la filosofía inspiradora de los sindicatos, queda al desnudo con una claridad meridiana en un contexto como el español, azotado por una dura crisis económica con niveles de paro extraordinarios. Su previsible fracaso va a demostrar el creciente alejamiento de la tecnoestructura sindical de sus teóricos representados: los trabajadores.
Con salvadas excepciones, los sindicatos sólo han conseguido que una huelga general triunfe cuando ante la pasividad de los poderes públicos han podido recurrir al uso de la fuerza. Si esta vez no lo logran, será el canto del cisne de un sindicalismo que, curiosamente, juega el doble y esquizofrénico papel de tener asignadas funciones legales y constitucionales financiadas con carga a los Presupuestos y, al mismo tiempo, de agentes de desestabilización del propio sistema.
Sindicatos, sin representatividad
Si se analiza la situación con una cierta altura de miras que se ubica por encima del hecho concreto de la convocatoria de una huelga general, la pérdida de representatividad de los sindicatos supone la puesta en cuestión del modelo neocorporativista que preside las relaciones laborales en este país y la anomalía que representa en un sistema democrático moderno. El corporativismo ha reforzado la tendencia al monopolio y a la exclusividad de la representación e impedido la transformación de las centrales en un vehículo para expresar los verdaderos intereses de los trabajadores.
Parapetados en sus privilegios legales y financiados por el dinero público, los sindicatos carecen de los incentivos necesarios para servir a los intereses de sus supuestos representados. Esto ha conducido a la creación de una burocracia sindical que maximiza sus propios intereses a costa de los de la mayoría de los trabajadores. Con el poder y el dinero garantizados por los poderes públicos, han creado una auténtica aristocracia.
En este contexto, las centrales sindicales responden a la tipología de los buscadores de rentas, es decir, esos colectivos que obtienen recursos de poder y de dinero no a través de un intercambio libre, sino mediante la presión que ejercen sobre las autoridades. De este modo, el mercado basado en la cooperación voluntaria entre los agentes sociales y económicos se ve sustituido por el mercado político. En éste último, como es conocido, la lógica dominante es la del poder y no la de la economía.
Prevalecen los intereses de la minoría
Este esquema conduce a una dinámica que prima la distribución sobre la creación de la riqueza y del empleo, porque, en el primer caso, los beneficios se concentran en muy pocos, las burocracias sindicales, y en el segundo, se dispersan entre muchos. En consecuencia, la lógica del modelo sindical conduce a primar los intereses de una minoría elitista sobre los de la mayoría.
Todo el edificio del sistema de relaciones laborales en España se asienta en la concesión a los denominados interlocutores sociales de unas atribuciones que tienden a sustituir e incluso a imponer su voluntad por encima de la ley en el sentido de una norma aplicable a todos por igual. El individuo, como ciudadano que vota, cuenta en este esquema mucho menos que el que obtiene su estatus de la pertenencia a una corporación.
Quienes no forman parte de ella corren el riesgo de quedar marginados y/o de verse sometidos a decisiones tomadas por organizaciones sin legitimidad democrática. Esto implica la posición anti-individualista del esquema institucional en el que se enmarcan las relaciones industriales en España. Esto no puede confundirse con los acuerdos que se llevarían a cabo si los sindicatos fuesen instituciones de la sociedad civil creadas por la adhesión voluntaria de los trabajadores y cuyos ingresos proceden de las cuotas voluntarias suministradas por ellos.
Sindicalismo vs pluralismo
El sindicalismo español, su configuración y su comportamiento, es absolutamente contrario a los principios del pluralismo, entendido como la praxis de una sociedad siempre abierta a la formación de nuevos grupos que compitan con los existentes en la defensa de los intereses de los trabajadores. De nuevo, los privilegios legales y los fondos públicos aportados a unas centrales declaradas representativas por la ley, con independencia de su representatividad real, convierten el mercado sindical en monopolístico, con barreras de entrada artificiales, en un sistema blindado a la competencia y, por tanto, tendente al abuso de una posición dominante y, en consecuencia, excluyente.
En suma, la posición de las centrales en España es contraria a los criterios de representación democrática, basada en el individualismo del voto y del mercado, basado en la competencia.
Reforma de sindicatos
Por otra parte, la vigente tecnoestructura sindical es incompatible con la evolución económica y social del mundo moderno. Ésta se basa no en una tendencia a la uniformidad, sino a la diversidad, a la complejidad, lo que rompe uno de los ejes centrales del discurso sindical: la homogeneidad de los intereses y de las aspiraciones de los trabajadores.
Esta falta de adaptación de los sindicatos a las demandas y exigencias de una sociedad plural en la que los individuos tienen preferencias diferentes explica también en gran medida la creciente distancia entre los sindicatos y los trabajadores. En las sociedades avanzadas ya no hay un trabajador tipo representativo de todos, sino millones de individuos con habilidades, capacidades y deseos distintos. Esto supone la necesaria individualización del esquema de relaciones laborales y, por tanto, el fin del café para todos.
Fracase o no la huelga general, es imprescindible acabar con un modelo sindical obsoleto, heredero del corporativismo del antiguo régimen y recrear otro en el que se creen los incentivos necesarios para que los sindicatos sean de verdad expresión de la voluntad de los trabajadores. Esto supone liquidar los privilegios legales y económicos que les blindan y frenan su imprescindible modernización.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.