Es claro que los ciudadanos del Viejo Continente no confían en el Parlamento Europeo. En cada proceso electoral, desde 1979 y cada cinco años, desciende el margen de participación ciudadana en toda Europa entre un 2% y un 7%. Y en las últimas elecciones de 2004, hasta el 54,3% de los ciudadanos decidieron que no tenían motivos para ir a votar. Estos días, los sondeos electorales pronostican que la abstención será muy superior al 60% en la convocatoria del próximo 7 de junio. La ciudadanía no se pregunta por quién va a votar, sino para qué votar.
Si las previsiones se cumplen, el próximo Parlamento Europeo será muy poco representativo. Y esto se debe también a cuestiones técnicas como el reparto incoherente de escaños actual. Al no haber entrado en vigor el Tratado de Lisboa por el rechazo irlandés, nos seguimos rigiendo por el Tratado de Niza, que hace del pueblo español -gracias a la gestión del ex presidente Aznar- el peor representado en la Eurocámara, seguido de franceses y británicos.
El Tratado de Lisboa ha tratado de deshacer el entuerto y nos devolverá, cuando entre en vigor, cuatro escaños y dejará a Francia de farolillo rojo seguida de España y Reino Unido. Algo tan simple como la proporcionalidad regresiva se convierte siempre en una chapuza en manos del Consejo Europeo que, según una anómala decisión de diciembre de 2008, prevé cambiar la composición del Parlamento recién elegido pasadas las elecciones, aunque no entre en vigor Lisboa. Sin entrar más a fondo aquí en cuestiones tan técnicas, cabe resumirlo diciendo que iremos a las urnas en medio de un cambalache.
Es bien sabido que tampoco hay debate electoral sobre el proyecto europeo, ni se habla en los actos electorales sobre Europa como valor instrumental para la resolución de tantos y tantos problemas.Menos aún ahora con el cansancio que la trifulca constitucionalista ha producido. Ya hace tiempo que me referí al inmenso e irreparable daño, en la misma línea de flotación del proyecto europeísta, que le produjeron los fundamentalistas europeos y los aficionados constitucionalistas recién llegados al debate comunitario.
Por ejemplo, ¿qué debate ha habido sobre la llamada Directiva de retorno de los emigrantes? ¿O sobre la propuesta de Directiva de la jornada laboral máxima de 65 horas semanales -bloqueada temporalmente por la Eurocámara probablemente hasta que pasen las elecciones europeas? ¿O sobre la amenaza que se cierne para la enseñanza universitaria con el conocido Plan Bolonia urdido por talibanes de la pedagogía, plan que nunca se debatió ni se aprobó por la UE en cuanto tal? Sólo el papanatismo y la ignorancia han hecho que se propague la simpleza de que «viene de Europa» y que se mienta, por ignorancia o malicia, diciendo que permitirá la libre circulación, cuando este derecho ya existe para España desde 1986 y es independiente de los planes de enseñanza universitaria.
¿O qué responsabilidades se han exigido por el Parlamento Europeo -aparte de hacer un excelente informe- a aquellos estados miembros que han violado de forma grave los derechos humanos colaborando en la tela de araña global que permitió secuestrar en sus territorios a decenas de personas e internar a otros cientos para practicar la tortura en la UE? Y qué decir del Parlamento Europeo que ahora termina su mandato por haber aprobado en febrero de este año una resolución llamando a la rebelión contra el Derecho Internacional al instar a reconocer a Kosovo como Estado, faltando al respeto a la ONU que decidió hace meses someter esa proclamación unilateral de independencia al juicio, esperemos que fundado en el Derecho Internacional, de la Corte Internacional de Justicia. ¿Y qué decir de muchos diputados españoles del PP y del PSOE que votaron a favor de esa Resolución o, simplemente, no estaban en la Eurocámara ese día?
No se puede exculpar al Parlamento Europeo diciendo que no tiene capacidad de decisión. Es rotundamente falso. Porque tiene prácticamente los mismos poderes que el Consejo. Desde 1992, con el Tratado de Maastricht, cambió su estatuto consultivo por un peso legislativo (la codecisión), que se incrementó con las sucesivas reformas del Tratado de Amsterdam (1998), de Niza (2002) y que llega a la paridad con el Consejo en Tratado de Lisboa.
El Parlamento Europeo puede decidir que se apruebe, se modifique o se rechace una propuesta de norma europea. Algo grave sucede cuando, teniendo esa capacidad política, no quiere ejercer sus responsabilidades decisorias. En los años 80 no tenían poder legislativo, pero les bastaba su coautoridad presupuestaría para poner en jaque al Consejo. Ahora tienen todo el poder y, sin embargo, el mate se lo dan los gobiernos. El Parlamento Europeo no consigue transmitir a los medios de comunicación ni a la ciudadanía el poder político y decisorio del que es titular. No lo transmite porque no lo ejerce.
No extraña, pues, la alta abstención. Una causa es el cansancio e irritación que tanta reforma institucional y tanto mirarse el ombligo produce en la opinión pública. Para colmo, la megalomanía constitucional irritó a la ciudadanía. Y la otra causa es la falta de sensibilidad de los políticos europeos y de las estructuras institucionales por los problemas de la gente; la UE aparece como algo lejano e insensible a nuestras preocupaciones.
Los políticos se apropian los éxitos de la Unión como logros de la política nacional y, en cambio, problemas propios se los imputan a Europa -«la culpa es de Bruselas», se suele decir-.Los políticos viven en una órbita lejana y sólo les preocupan sus cotas de poder, sus astronómicos sueldos y gabelas fundados en la dignidad de sus funciones como si las nuestras, nuestros trabajos, fueran indignos. La ciudadanía percibe en toda Europa que no se cuenta con ella; a nuestros políticos, en su gran mayoría corruptos de una forma u otra, los de aquí y los de Europa, sólo les preocupa de vez en cuando contar a la gente, pero no contar con la gente.
Otra causa del desinterés y la abstención son las alocadas ampliaciones en la UE que se han producido, con notables rebajas en los criterios de admisión de los países miembros. El Parlamento Europeo puede vetar cualquier ampliación y no debió permitir que la UE se fuera de saldos en materia de derechos humanos o en la voluntad de compartir los objetivos del proceso de integración. La ampliación ha dividido a los europeos y ha sido una fuente añadida de conflictos internos.
También la ausencia de liderazgo marcará la abstención. La medianía de los dirigentes políticos europeos no sólo afecta a España.Y la maquinaria institucional no puede sustituir a la falta de liderazgo y voluntad política. Y, desde luego, la causa definitiva, evidente a todas luces en el caso español, son las listas que los partidos políticos presentan a las elecciones europeas. Europa les parece algo banal e irrelevante y sólo les vienen bien estas elecciones para colocar con sueldos espectaculares a sus enemigos internos.
Que no se sabe qué hacer con una ex ministra más propia de la valleinclanesca Corte de los milagros (y hay más en el Gobierno), pues «a Europa». Que no saben que hacer con una persona decente y valiosa para la política nacional pero crítica, pues «a Europa».Los políticos fracasados, en el Gobierno o en la oposición, estatal o autonómica, se van a hacer la travesía del desierto a la Eurocámara.Y otros, antes que quedarse ganando dignamente cuatro duros en su trabajo habitual, se refugian en la caja registradora europea y se van a sanear su patrimonio.
Repasando las listas de los dos grandes partidos españoles, se salvan muy pocos, poquísimos candidatos. La inmensa mayoría no son personas competentes para esa función ni son personas comprometidas con el proyecto europeo. Van a pasar, como sea, cinco años, a hacer caja y a mostrarse agradecidos. Responden, sin más, a la ínfima calidad de la democracia en España. La que permiten las maquinarias de los partidos políticos, que quieren convertir al Parlamento Europeo y al propio proceso de integración en algo irrelevante.
Pero, a su pesar, hay razones para votar, aunque sea en blanco.Con la benevolencia de esta tribuna las defenderé. Otro día.