martes, 8 de febrero de 2011

En el ADN

Artículo de Juan Ramón Rallo en Intereconomía:

Si bien la muy deteriorada situación de nuestro sistema financiero se debe al excesivo endeudamiento de la economía, derivado este a su vez de los tipos de interés artificialmente bajos que durante tantos años impuso ese monopolio público llamado Banco Central Europeo, sí es cierto que dentro de lo malo, lo peor son nuestras cajas de ahorros.

¿Casualidad? No mucha. A diferencia de los bancos –que tampoco es que sean un paradigma de empresas sin privilegios sometidas al libre mercado–, las cajas carecen de propietarios preocupados por conservar y rentabilizar su capital. Debido a ello, sus órganos de gobierno, lejos de ser elegidos por personas que arriesgan su propio dinero, se encuentran sometidos a los distintos grupos de intereses que rodean a la entidad –políticos, sindicatos y clientes–, y lejos de perseguir la creación de valor para sus accionistas, se concentran en emplear los recursos de la caja para el latrocinio personal, convenientemente camuflado tras la palabrería de innobles “objetivos benéfico-sociales”.

En definitiva, hasta la fecha el hecho diferencial de las cajas con respecto a los bancos era simple y llanamente el de ser los instrumentos financieros con los que los sindicatos y los caciques políticos regionales y municipales de turno daban rienda suelta a unos ruinosos caprichos que las entidades privadas, salvo por error, extorsión o soborno, jamás hubiesen sufragado. Estaban diseñadas para prestar sin control a todos aquellos sujetos a quienes los bancos, incluso en medio de la mayor orgía financiera de las últimas décadas, les denegaban el crédito. Por decirlo de una manera sencilla: las cajas llevaban en su ADN el ser unas productoras a gran escala de activos basura.
Proyectos faraónicos como el aeropuerto de Ciudad Real al margen, la magnitud de su alocada gestión puede observarse en apenas unos datos: entre 2001 y 2010, los préstamos de las cajas relacionados con el ladrillo –hipotecas y préstamos a constructores y promotores– pasaron de 130.000 a casi 600.000 millones de euros; asimismo, los créditos a nuestras muy dispendiosas y cada vez más insolventes Administraciones públicas se incrementaron desde 50.000 a 100.000 millones de euros. En otras palabras: los políticos, no contentos con arrebatarnos cada año la mitad de nuestras rentas merced a sus depredadores impuestos, coparon las cajas para manipular a su antojo un descomunal volumen de crédito equivalente al 70% de nuestro PIB.

Si lo anterior no le preocupa –y debería–, tenga en cuenta que el patrimonio neto con el que a día de hoy cuentan las cajas para hacer frente a las pérdidas derivadas de ese Himalaya de créditos basura apenas alcanza los 100.000 millones de euros. Es decir, todas ellas quebrarían si, como es probable, fueran incapaces de recuperar más del 15% de esos 700.000 millones de euros que dirigieron a sufragar la construcción de viviendas con unos precios inflados más de un 40% y los despilfarros de unos Gobiernos regionales que se han quedado sin ingresos. Tal es la magnitud del disparate en el que nos han metido de cabeza unos políticos codiciosos y sin escrúpulos gracias a los perversos incentivos generados por un sistema carente de los más elementales contrapesos de una economía libre de mercado.

Llegados a este punto, debería resultar evidente que no existen soluciones mágicas y que la única cuestión es cómo repartimos el milmillonario agujero de estas entidades. La vía racional y liberal pasaría en una privatización completa y sin condiciones de las cajas más solventes –o menos insolventes–, y por la reestructuración del pasivo, con posibilidad de ulterior liquidación, de aquellas otras que no reciban puja alguna de los mercados. De este modo podríamos discriminar el grano de la paja y proceder a enajenar a precios reales todos aquellos activos que, como las viviendas, se hallan retenidos y atascados en sus balances.

El Gobierno y la oposición, sin embargo, han optado por hacerle pagar al contribuyente sus platos rotos. Así lo manifestó Salgado hace unos días cuando advirtió a las cajas que o captaban capital privado o procederían a ser nacionalizadas: es decir, a menos que las cajas se privaticen y algunos cándidos inversores decidan deglutir sus agujeros, el Gobierno tomará el control e insuflará, a través del FROB –Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria–, tanto dinero como haga falta para evitar su bancarrota –olvídense, pues, de que se proceda a liquidar su stock de cientos de miles de viviendas vacías–.

En resumen: el PP y el PSOE –o sus compinches los nacionalistas y los sindicatos– han llevado a la ruina a estas entidades y luego el Gobierno central les carga el muerto a los contribuyentes… para que sigan durante un largo tiempo bajo el dominio del PP y del PSOE, según quien ocupe La Moncloa. Y descuiden: si en algún momento llegaran a reprivatizarse las cajas nacionalizadas, ya pueden imaginar que se articularán todas las tretas para que, directa o indirectamente, ambos partidos las sigan controlando. Demasiado poder, demasiado dinero y demasiados intereses creados como para que nuestros abnegados gobernantes renuncien a ellas.

*Juan Ramón Rallo es economista y fundador del Instituto Juan de Mariana.

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