Escibe Victor Alvargónzalez en Cotizalia:
El espectáculo de ver cómo se intenta solucionar el “marrón” de las cajas de ahorros sin perjudicar a la clase política ha pasado de inmoral a surrealista.
Empezó siendo simplemente inmoral. La burbuja inmobiliaria se desinfló y lo lógico es que a partir de ahí se hubiera procedido a una voladura controlada de la burbuja financiera que financió la locura del ladrillo. En aquella época no habría pasado nada por proceder a una reestructuración ordenada -de verdad- del sector financiero, es decir, liquidar entidades inviables, vender otras por lo que valían -entonces todavía valían algo- y, por qué no, sacar las menos malas a bolsa. Entonces todavía habría colado. Efectivamente, en aquel momento contábamos con un colchón de provisiones genéricas único en el mundo que habría permitido la venta o salida a bolsa de algunas entidades. Otras se habrían tenido que cerrar, pero se habría podido hacer protegiendo a los clientes, en lugar de utilizar el dinero para crear el nefasto FROB.
Parecía relativamente sencillo, pero hete aquí que los políticos se dan cuenta que un proceso así comportaría auditorías (en caso de venta), “due dilligence” (en caso de salidas a bolsa) o incluso intervención judicial de oficio (en caso de quiebras o liquidaciones). Y claro, eso ponía en peligro a toda la clase política sin excepción, con su maraña de favores, influencias y pactos inconfesables. Por el hilo saldría el ovillo, y vete tú a saber dónde estaba el ovillo. Así que un cafelito y un acuerdo muy simple: “esto no nos beneficia a nadie. Si salta puede salpicar a cualquiera, porque todo el mundo está pringado y no se sabe por dónde puede saltar la liebre. Así que la solución está clara: protejámonos todos. Que no se cierre, ni se venda ni quiebre ninguna entidad. Tapemos los agujeros con dinero de los impuestos (nacimiento del FROB) y eso nos dará margen para juntar unas entidades con otras (fusiones), pasarles un trapo y darles una mano de pintura para sacarlas a bolsa y problema solucionado”.
Utilizar el dinero de los españoles para evitar que la clase política pase por los juzgados a la vez que se recortan derechos sociales e inversión pública (hospitales, colegios, etc.) es inmoral. El espectáculo posterior en que se ha convertido la “venta de la moto” es, además, surrealista.
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