Publicado en Expansión:
Los economistas han prestado a las Administraciones Públicas mucha menos atención que a otros sectores, a pesar de que en muchos países representan casi el 50% del PIB, y de que la ausencia de una buena Administración suele provocar Estados fallidos.
La escasa atención prestada se ha centrado, además, en el tamaño de las Administraciones Públicas, más que en su eficiencia en el desempeño de sus funciones. Ésta es una de las conclusiones del Consejo Asesor de EXPANSIÓN y Actualidad Económica, que debatió este asunto con la presencia del ex ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla, ahora asesor de alto nivel de PricewaterhouseCoopers.
Esa falta de atención a la eficiencia y buena organización de la Administración Pública es llamativa desde el punto de vista político, porque, en primer lugar, los ciudadanos perciben la gestión política a través de su contacto con las Administraciones públicas. Y, en segundo lugar, porque en algunos ámbitos, hay meros subdirectores cuyas decisiones tienen enorme trascendencia económica y política, superior incluso a la de muchas decisiones legislativas.
Los indicadores internacionales habituales del tamaño relativo de las Administraciones Públicas muestran que la española se sitúa en la zona baja de los países miembros del euro. Pero, aunque su tamaño relativo no sea muy elevado, adolece de defectos graves que merman su eficacia y justificarían su reforma.
En ocasiones, el proceso de adaptación al cambio se ha visto impulsado por reformas legislativas –como ocurrió, por ejemplo, con la Ley 11/2007 de Administración electrónica, cuya entrada en vigor se ha producido en 2010–. Pero, en general, las reformas efectivas se han producido en aquellas áreas en la que la visión, iniciativa y tenacidad de algunos gestores públicos impulsaron los cambios precisos.
Ese espíritu innovador ha hecho que algunos centros o unidades administrativas españolas –por ejemplo, la Agencia Tributaria, las Oficinas del Catastro, la Seguridad Social, la Dirección General de Tráfico…– sean punteras internacionalmente. Pero, junto a esas islas de eficiencia, existen otros muchos centros y unidades administrativas que parecieran salidos de la España de tiempos de Romanones. Como ilustraciones prácticas de esa rigidez e ineficiencia cabe señalar, a título ilustrativo, que no existen mecanismos eficaces de colaboración, tipo consorcios, entre Administraciones públicas con competencias compartidas y que la Administración del Estado insiste en mantener las mismas funciones que tenía hace 30 años, antes del desarrollo del Estado de las Autonomías.
Dentro incluso de una misma Administración, predomina una visión compartimentada y esa ineficacia entraña innecesarias cargas administrativas para ciudadanos y empresas, y provocan la justificada sensación popular de que hay demasiadas Administraciones.
La rigidez y anquilosamiento de las estructuras organizativas han corrido parejas a la falta de una política coherente de evaluación de la eficacia de las políticas públicas. En fases de ajustes presupuestarios como la actual, esa política de evaluación habría permitido sustituir el rudimentario método de los recortes lineales de todas las partidas de gasto por una política de ajuste presupuestario más racional, basado en objetivos.
Con el fin de corregir esta debilidad, se creó la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad del Servicio, adscrita al Ministerio de Administraciones Públicas. Pero la Agencia ha tenido escasa relevancia práctica, lo que cabe atribuir a la falta de apoyo de los funcionarios del Cuerpo de Interventores Generales del Estado, el recelo de los ministros titulares de unidades susceptibles de evaluación, e incluso del propio Ministerio de Administraciones Públicas, reacios a impulsar iniciativas que les causaran problemas.
Su propia exposición de motivos ya señalaba que el Estatuto era tan solo el primer paso de un “proceso de reforma, previsiblemente largo y complejo, que debe adaptar la articulación y la gestión del empleo público en España a las necesidades de nuestro tiempo, en línea con las reformas que se vienen emprendiendo últimamente en los demás países de la Unión Europea”.
La experiencia muestra, sin embargo, que la aprobación del Estatuto no fue seguida de las reformas previstas en él, entre las que destacan: por un lado, una delimitación de aquellas funciones que, por su naturaleza, deben ser desempeñadas por personal con estatuto de funcionario, no por empleados sujetos a una relación laboral. Por otro, una política de formación continua y el diseño de una carrera profesional que sirva de estímulo y un sistema de evaluación del desempeño.
Existen, además, demasiados funcionarios de nivel medio y bajo, y otros muy cualificados dedicados a tareas rutinarias, que podrían ser desempeñados por otros funcionarios menos especializados. A esas limitaciones generales, algunos miembros del Consejo añadieron una invasión de la Administración por los partidos políticos y una progresiva degradación de las funciones desempeñadas por los grandes Cuerpos de Funcionarios de la Administración (abogados del Estado, ingenieros…), cuyo prestigio aseguraba una función pública profesional, que mantenía su continuidad incluso con ocasión de cambios de Gobierno –como ocurre, por ejemplo, en la Administración británica- y que actuaba de límite y contrapeso –especialmente a través de la Dirección General de lo Contencioso o del Consejo de Estado– de iniciativas políticas precipitadas.
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