martes, 19 de enero de 2010

La verdadera sociedad civil

Artículo de Francesc de Carreras publicado en La Vanguardia:

En los últimos años, y también en los últimos días, los políticos acuden al fácil recurso de ampararse en la "sociedad civil" para demostrar el apoyo popular del que disfrutan y así legitimar sus decisiones. Es más que dudoso, sin embargo, que ello sea democráticamente lícito ya que el término "sociedad civil" resulta engañoso. Veamos.

Este término ha tenido a lo largo de la historia significados diversos. Ya Aristóteles y también Cicerón entendían por sociedad civil al conjunto de ciudadanos que participaban en la gestión de los asuntos públicos, distintos de los asuntos de los asuntos del ámbito privado y familiar. Era una concepción muy distinta a la actual. En efecto, a partir de la edad moderna se sostiene lo contrario: la sociedad civil no es lo opuesto al ámbito de lo privado sino que, dentro de los asuntos públicos, es lo contrapuesto a la sociedad política, al Estado. Hegel, Tocqueville, Marx y Gramsci, con posiciones distintas respecto a la composición y naturaleza de la sociedad civil, así los expresaron en sus obras.

Más recientemente, entre otros muchos autores (véase Sauca / Wences, Lecturas de la sociedad civil, Trotta, Madrid, 2007), ha sido el conocido pensador alemán Jürgen Habermas quien ha suministrado una noción de sociedad civil que probablemente es la que más se acerca a la actualmente difundida entre nosotros. Sintetizando mucho el esquema básico es el siguiente. En toda sociedad se distinguen dos esferas, la sociedad política y la sociedad civil. La primera está compuesta por el conjunto de poderes públicos, es decir, aquellas instituciones con capacidad de tomar decisiones jurídicas y, por tanto, coactivas y vinculantes. La sociedad civil, por su parte, está compuesta por todas aquellas organizaciones y grupos sociales que pueden configurar la opinión pública libre y que sin ejercer poder jurídico alguno tienen capacidad para crear consensos sociales que influyan y condicionen las decisiones de los poderes públicos. Así, la sociedad civil es autónoma de la sociedad política, es un espacio libre de las interferencias de los poderes públicos. El conjunto de ambas esferas sociales, la civil y la política, expresan los deseos y las aspiraciones del conjunto de la sociedad.

En abstracto, como modelo teórico, tal distinción puede resultar válida. Una cosa es el Estado, es decir, todo poder público, en nuestro caso, el Estado central, las comunidades autónomas y los entes locales, con la UE al fondo; otra cosa es la sociedad organizada, es decir, aquellas instituciones, grupos sociales y asociaciones de naturaleza privada, especialmente las de relevancia económica y cultural, con capacidad de influencia en los poderes públicos. Es el caso, entre otros, de los sindicatos, las patronales, los grandes y medianos empresarios, las asociaciones y fundaciones, los colegios profesionales, los medios de comunicación, las entidades culturales y académicas, las iglesias y los clubs deportivos.

Sin embargo, la práctica del actual Estado social hace que ambas esferas, Estado y sociedad, se interrelacionen cada vez más en detrimento de su mutua autonomía. En efecto, el Estado social, el actual Estado de bienestar, es un poder público cada vez más intervencionista, lo cual comporta que las instituciones, asociaciones y empresas que componen la sociedad civil estén cada vez más reguladas, sus actividades cada vez más sometidas a autorizaciones y condicionadas por las subvenciones que reciben. Ello da lugar a una inversión de las funciones. La sociedad civil, en lugar de representar a los deseos y aspiraciones de la sociedad e influir así en los poderes públicos, se ha convertido en un instrumento de control social por parte de estos poderes respecto de la sociedad. Es decir, los poderes públicos utilizan a la sociedad civil para sus propios fines haciendo ver que estos son los auténticos deseos de la sociedad civil. Mediante esta inversión de funciones, los políticos aparentan reforzar la legitimidad democrática de sus decisiones: no es que lo hayamos decidido nosotros, dicen, es que lo pide la sociedad.

Una clara muestra de esta situación es la carta que el presidente Montilla dirigió a las más importantes instituciones de la sociedad civil catalana para reclamar apoyos en una hipotética respuesta a la famosa sentencia sobre el Estatut. El tono de la carta era el de una orden, aunque en la forma aparentara ser una simple sugerencia. Sabe perfectamente Montilla que los destinatarios de la carta, como se ha demostrado tantas veces, con él o con sus antecesores, se someterán dócilmente a sus deseos, dado que sus intereses dependen en buena parte de los poderes públicos. De esta forma, la verdadera sociedad civil, entendida en el sentido de una esfera social autónoma de los poderes públicos, está en otra parte. Está en el hombre de la calle, aquel que no depende de las administraciones, que no necesita ni una subvención ni una autorización por parte de estas. Pero me temo que estos ciudadanos tienen escasos cauces de expresión que les permitan influir, sólo les queda el voto en las elecciones. Y el voto ya lo usan poco, escépticos ante cualquier poder, sea del color que sea, desafectos a todos. Con ello llegamos a una triste conclusión: la verdadera sociedad civil se abstiene y el poder político está en manos de una coalición entre la sociedad política y la falsa sociedad civil. Ciertamente, un grave problema para la democracia.

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