Publicado en El Confidencial:
La ya tristemente conocida como Ley Integral contra la Violencia de Género constituye un fiel reflejo de las principales carencias de nuestro sistema político: falta de separación de poderes y ausencia de mecanismos de control que garanticen los derechos ciudadanos frente al abuso y la arbitrariedad del poder. A pesar que la citada norma conculca de forma escandalosa principios básicos de la democracia moderna, como la igualdad ante la ley, y viola de manera flagrante derechos fundamentales, como la presunción de inocencia, resulta especialmente llamativo que ningún órgano del Estado, sea Parlamento o Tribunal Constitucional, haya levantado hasta ahora voz alguna en defensa de la ciudadanía ante tamaño atropello. El principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley constituye el pilar básico de la democracia moderna. Una de sus consecuencias lógicas es que los delitos deben quedar definidos por la propia naturaleza del acto y no por el grupo social al que pertenece quien lo comete ¿Qué pensaríamos de una ley que estableciese una conducta como delito para una persona de raza negra pero no lo fuese para una persona blanca o viceversa? Pues bien, la presente norma llega hasta ese punto: define ciertas conductas como delito cuando las comete un hombre pero dejan de ser delictivas si las comete una mujer, vulnerando el principio de igualdad ante la ley. La presunción de inocencia funciona como una garantía de los ciudadanos frente a acusaciones injustas o infundadas. Pero las normas de actuación de las fuerzas de seguridad ante los casos de presunta violencia de género establecen la detención preventiva del hombre y su puesta a disposición judicial con una simple denuncia por parte de la mujer, sin determinar a priori si la denuncia es fundada o no lo es. Y en los procesos judiciales tiende a valorarse mucho más la declaración de la mujer que la del hombre. Todo esto resulta en una presunción de culpabilidad de hecho: son los hombres los que tienen que demostrar su inocencia y, en caso de duda, son condenados. Al parecer, los inventores de la ley parecen preferir que muchos inocentes vayan a prisión con tal de que ningún culpable escape, retorciendo así un principio básico del derecho. Violencia familiar Nadie niega que la violencia familiar sea un problema grave. Pero también es lo suficientemente complejo como para no poder resolverse con demagogia, ni con análisis puramente ideológicos o simplistas, ni con medidas meramente electoralistas, ni desencadenando una anacrónica caza de brujas. Es evidente que muchas mujeres necesitan y merecen protección pero esto no puede hacerse violentando los derechos fundamentales de la mitad de la población. Tal como se ha denunciado, las consecuencias negativas de esta ley ya se han hecho notar con mucha crudeza. Se han producido multitud de denuncias falsas por parte de mujeres sin escrúpulos o malintencionadas, que han encontrado en la ley un medio para la venganza, para conseguir la custodia de los hijos o, simplemente, para obtener las múltiples ventajas económicas que la ley contempla para las denunciantes (tales como cobro de subsidio de desempleo, prioridad en el acceso a viviendas sociales, pensiones etc.). Pero lo más sorprendente es que, una vez demostrado, no se haya condenado prácticamente a ninguna de estas mujeres por su falsa acusación. Y lo que era más previsible: los casos de violencia no han disminuido sino que incluso han aumentado tras la aplicación de tan infame norma. Pero todo ello ha servido para estigmatizar y culpabilizar a un grupo social completo, los hombres, en el más puro estilo de los regímenes totalitarios que todos tenemos en mente. El hecho de que semejante ley haya podido ser promulgada y aplicada es algo que pone en tela de juicio el funcionamiento de nuestro sistema político, señalando que fallan todos los controles que debería establecer un régimen democrático para salvaguardar los derechos fundamentales. El problema es que, en España, son las cúpulas de los partidos políticos las que toman realmente las decisiones, sin ningún tipo de control o cortapisa, mientras que las instituciones del Estado se limitan a acatarlas. Estas instituciones quedan así vacías de contenido porque las decisiones han sido tomadas de antemano en otro lugar. Así, el Parlamento votó por unanimidad esta ley atendiendo más a la disciplina de voto que a la defensa de los derechos de sus representados. La ley tuvo que ser recurrida ante el Tribunal Constitucional por una juez, que apreció razonables indicios de violación del principio de igualdad ante la ley, recogido por la Constitución en su artículo 14. Pero nuestros más altos magistrados, en una singular sentencia, rechazaron tal recurso. Y es que hubiese resultado insólito que un Tribunal Constitucional, nombrado a cuotas por los partidos políticos, osara contradecir una decisión unánime de éstos. Ni que decir tiene que el Defensor del Pueblo, también nombrado por los partidos, prefirió ocuparse de otros asuntos políticamente más correctos. Al final, la política en España tiende a reflejar los intereses de una casta política, que establece las normas en función de los votos que estas medidas pueden proporcionar. Y, en ocasiones como ésta, legisla a favor de ciertos grupos de presión en lugar de defender los intereses de la ciudadanía. Si nadie nos defiende de la arbitrariedad ¿qué nos queda? Ante este desamparo sólo es posible la toma de conciencia y la movilización de la ciudadanía en defensa de sus derechos y en pos una regeneración de nuestro sistema político, que establezca una verdadera separación de poderes y unos mecanismos eficaces de control del poder para evitar los abusos. Un sistema en el que las leyes limiten y controlen de manera efectiva la conducta del gobernante y establezcan la preponderancia de la sociedad civil sobre los políticos, con el fin de garantizar la libertad y los derechos fundamentales. En su famosísima novela “1984”, George Orwell describía un régimen totalitario, regido por un dictador omnímodo (el “gran hermano”), que imponía a la población un nuevo lenguaje (“neolengua”) en el que el significado de las palabras era el contrario al de su uso habitual. Así, existía un “ministerio de la verdad”, cuya misión era manipular la historia o un “ministerio de la paz”, con el objetivo de provocar conflictos. En esta misma línea, nuestra casta política ha creado un “ministerio de igualdad” como coartada para acabar con uno de los pilares fundamentales de la democracia moderna: la igualdad ante la ley. Y es que, en ocasiones, la realidad acaba superando a la ficción. (*) Juan Manuel Blanco es profesor titular de Análisis Económico en la Universidad de Valencia.
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